La ciudad se despereza. Las calles se empiezan a llenar de
coches que van a provocar el atasco de siempre. Se abre el grifo de una ducha.
Se enciende una cafetera. Un perro reclama su paseo de cada día mientras su
dueño trata de sacarse de encima los últimos recuerdos del sueño de esa noche
que ya no es. La vida se pone en marcha detrás de cada ventana, empezando a
escribir la crónica de ese día de invierno en Madrid.
Miles de personas entremezclan sus vidas a diario, se
cruzan, se miran, se dejan pasar, utilizan el mismo autobús sin tomarse un solo
segundo en reconocerse. Es lo más normal un una gran ciudad. Uno ha visto al
vecino de la puerta de al lado porque alguna vez han coincidido al tirar la
basura o en el ascensor, pero nada más. Lo amigos son los compañeros del
colegio o de trabajo y algún familiar que no te cae demasiado mal.
La vida transcurre entre la monotonía cotidiana y los
sinsabores de un tiempo en el que nadie es lo que le gustaría, donde nadie hace
lo que los demás esperan de él. Ni siquiera hace lo que él espera hacer.
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